Las
noches parece ser el momento más propicio para consumar arrebatos en
rincones oscuros. O iniciar el protocolo de las promesas que acabaran
rompiéndose por el camino. Se posponen el sueño y los sueños, para
vivir un poco más y más deprisa, porque de noche también se vive,
pero distinto. La oscuridad asegura y fortifica nuestras máscaras, y
todos detrás de ellas nos sentimos más valientes y corremos sin
intuir los tropiezos y las caídas. Y es que al final te tropiezas y
te caes, ya sea por los tacones, por las copas o porque por la noche
vemos peor, como si miráramos a través de unas gafas con cristales
casi opacos y distorsionados. Pero no tiene que ver con nuestra
ceguera habitual y nuestra mirada corta, se trata de otra realidad,
que toma la revancha durante unas horas y se hace un camino ella
sola, sin preguntar ni obedecer, sin ni siquiera insinuarse y como no
ves y tampoco intuyes, no te la esperas, y ella, caradura,
indiferente y prepotente, no se detiene, te atropella, te da una
bofetada fuerte y ruidosa de esas que hacen que todo parezca más
nítido, aunque te piten los oídos, y no haya sol, tan sólo focos.
Hace que todo sea cristalino, porque la hostia ha sido tan grande,
que la gafas han salido volando y ya no hay ningún filtro opaco que
nos impida ver los crueles y egoístas que somos. Y los hartos que
estamos, tanto de noche como de día.
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