Hay pocas cosas que
realmente odie en el mundo, al igual que hay pocas cosas que
realmente ame con toda la amplitud de la palabra. Los extremos me dan
vértigo y mientras más mayor me hago, más me marean, menos estable
me siento, pienso que en cualquier momento alguien se va subir al
otro extremo de la balanza, alguien con argumentos más pesados y
contundentes, y que por las leyes de la física voy a salir
disparada, dándome de bruces contra los hechos y tragándome mis
convicciones. Por eso me siento más cómoda, justo en medio del
balancín, donde la probabilidad de salir disparada si un niño gordo
se sube al otro extremo, es prácticamente nula, desde donde puedo
observar los dos puntos de este, y desde donde puedo tocar el suelo
con el pies en todo momento. Esto no quiere decir que no me guste la
sensación de volar cuando te meces con fuerza en un columpio, o las
famosas cosquillas que sientes en la barriga cuando te deslizas a
toda velocidad por el tobogán más grande y empinado del parque,
pero a lo que íbamos, si hay algo que más allá de molestarme puedo
decir que odio y mucho, son las frases hechas. Odio las frases
hechas, odios los refranes y los dichos. Porque de alguna manera son
prejuicios que nos inculcan, nos los creemos y los aplicamos a
nuestra vida sin más, sin considerarlos, sin analizarlos ni
reflexionar sobre lo que quieren decir, sin plantearnos si se han
quedado obsoletos, o caducos, si nos aprietan demasiado o se nos
quedan grandes. Es más grave aún cuando hacemos uso de ellos sin ni
siquiera saber a ciencia cierta lo que quieren decir, eso es un signo
evidente de borreguismo e ignorancia, sin pararnos a pensar las
palabras que van a salir de nuestra boca y manteniendo de forma
totalmente absurda los convencionalismos de nuestra sociedad. Me
parece que quién hace uso de ellas continuamente, sólo busca
simplificar la acciones de él mismo y los demás, simplificar los
hechos y emociones y resignarse de algún modo a las cuestiones
generales de la vida, sin pararse a pensar por si mismo y a
plantearse las cosas, a reflexionar sobre lo que ocurre y por qué a
su alrededor. En otras palabras, es una forma de simplificar la vida
y las mil formas de vivirla. Y una persona simple, una persona que no
tiene la capacidad para sacar conclusiones y pensar por ella misma,
una persona que simplemente acata de forma inconsciente los dictados
de la sociedad y se somete a su patético vulgarismo, una persona
resignada que es capaz de tomar por valida una explicación tan
tajante y sinsentido como una frase hecha, es una persona
manipulable, un títere que ha dejado sus hilos a merced de una
sociedad vacía, atrasada, frívola y cruel. Ese tipo de persona que
conviene para alimentar más y más El Lobo feroz en que se ha
convertido nuestra sociedad. Por eso odios los prejuicios, las frases
hechas y refranes, porque muy lejos de invitar a pensar por uno
mismo, sólo hace que engordar a este tipo de individuos para que
luego El Lobo puede despecharse bien ajusto, cebarse y aplastarnos a
todos.
Etruska 2015.
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