El mundo es una mierda. Está lleno de
basura. Como las calles de Madrid. De basura y de miseria. Y de ratas y buitres que disfrutan de toda esa porquería esparcida por todos los rincones
de esta gran alcantarilla en la vivimos.
El mundo tiene hambre. Y las promesas
no alimentan. Las promesas pesan menos que las plumas, y el viento
las esparce creando ecos, que nos retumban en los oídos pero no nos
llenan los estómagos, ni nos calientan por la noche, ni siquiera te
ayudan a mantener la esperanza de encontrar un trabajo antes de que
el banco te pegue una patada en el culo y te eche de tu propia casa.
Las promesas se han quedado obsoletas
porque ya nadie cree en ellas. Y un mundo sin promesas, es un mundo de
mierda, pero todo eso se me olvida cuando entro en casa y la veo con
los pezones asomando por debajo de su delantal de flores, y sus manos
que huelen a lejía de marca blanca me acarician la nuca y me erizan
todos los bellos del cuerpo, y su boca que esconde dentro los siete
cielos y los siete infiernos me dice “¿adivinas que pecado tenemos
hoy en oferta?”
Etruska.